miércoles, 29 de julio de 2009

Cinco de cinco

La casa de mi mamá nació alborotada y pachanguera. Ella sabe poco de silencio, de voces bajas y secretos, aunque si es preciso les cede algún rinconcito. Su cocina no sabe de mesura, no sabe de dietas y no conoce las palabras poquito o chiquito. Sus paredes invitan a cantar, a gritar, tomar, comer, reír o llorar sin filtros ni vergüenzas. Toda ella honra al pasado adueñándose del presente y abriéndose entusiasta al futuro en un constante fluir que la mantiene vital y palpitante. La casa de mi mamá es un alegre camaleón que ha sabido sobrevivir su paulatino vaciamiento gracias a su capacidad para cambiar de color. Aunque regreso siempre a la misma dirección donde me abrazan los mismos cuadros, los mismos relojes, el mismo espíritu, lo cambios han sido tan dramáticos que ya no es más aquella casona que mi padre proyectara para una familia de seis, sino tres pintorescos departamentos. Mi mamá ocupa la planta baja, es dueña y señora de la sala de 100 metros cuadrados y la cocina de 70 que le dan la seguridad de seguir recibiendo a sus hijas, su familia y amigos sin escatimar en cupos.
Esa primera mañana en casa de mi mamá, bajé las escaleras a oscuras y en silencio rumbo a mi primera taza de café. La emoción de estar de éste lado del mundo y la diferencia horaria entre Uruguay y México atropellaron la posibilidad de dormir a mis anchas. Atravesé la sala en puntitas de pié, cuidadosa de no despertar a mi embarazada hermana que dormía enredada con su esposo en un futón. La casa entera se había convertido en un campamento y el hospitalario dicho de mi mamá de que de pared a pared todo es cama era una tangible realidad. A esas horas reinaba una frágil quietud, misma que se haría añicos ni bien se despertara el siguiente dormilón y se desatara la cadena hasta alcanzar el volumen esperado para éstas ocasiones.
No pasó demasiado tiempo hasta que todos estuviéramos en la cocina. Las cazuelas en las hornallas gorgoteaban alegres imitando el cacareo de tanta mujer junta. La emoción que nos provocaba el logro de haber coincidido en casa de mi mamá tres de las cuatro hermanas, y que al encuentro se hayan sumado mi tía y mi prima, nos tenía en permanente alboroto. Hacía ya años que nos habíamos desperdigado por el mundo y coincidir se volvía cada vez más difícil, así que tres cuartas partes era un número exitoso. Endy, que era el único representante adulto del género masculino, lucía orgulloso como ninguno el mandil a cuadritos de mi madre. Los cuatro varoncitos menores de 4 años nos mantenían eternamente con un ojo al gato y otro al garabato y su sola presencia era el presagio de que la era del matriarcado podría estar tomando rumbos diferentes para la siguiente generación. Tanto niños como cazuelas y conversaciones eran propiedad colectiva y tanto revolvía una la olla como se servía un café o le alcanzaba un juguetito a alguno de los niños. La barra era tan generosa que le daba albergue a las hornallas y a cuanto quisiera rodearla para cocinar recuerdos o compartir proyectos.
Éste encuentro giraba en torno a la barriga de Lorena, una barriga que resultó ser muy poderosa. Ya habíamos aprendido a aceptar que no siempre se puede coincidir en los momentos importantes: Vanessa no pudo ir a mi boda, yo no pude ir a la de Lorena, Paola bautizó a sus hijos sin nosotras y la urna con las cenizas de mi papá vivió en un librero con Paola casi un año esperando a que pudiéramos juntarnos para llevarlo a Chihuahua. Esta vez mi madre, que tan buen olfato tiene para las necesidades espirituales de sus hijas, supo leer que el viaje de Lorena embarazada desde Alemania tendría que coincidir con uno mío, así que sin más mandó un pasaje a Montevideo y se regocijó saboreando la sorpresa que le daría a mis hermanas cuando me presentara como si nada a la mega reunión familiar que mi madre tenía planeada.
Café va, café viene, una quesadilla con aguacate por aquí, unos huevitos revueltos por allá, todas reconstruíamos la cara de Lorena del día anterior cuando se acercó despistada a saludar a un grupo de personas entre las cuales me encontraba yo conteniendo las ganas de lanzarme a su barriga. Cuando tocó mi turno, sus ojos se abrieron cual platos soperos, sus pasos se tambalearon para atrás, sus manos alcanzaron su boca y pasado el susto nos abrazamos y lloramos como si siempre nos hubiéramos llevado bien, como si la historia de tantos años de pleitos entre hermanas no hubieran existido, como si no hubieran volado hasta ceniceros como armas letales entre nosotras, como si naturalmente hubiéramos tenido la certeza de que el tiempo, la distancia y lo vivido nos haría borrar las diferencias que alguna vez consideramos irreparables. La casa de mi mamá nos acercaba una vez más y mi mamá no podía estar más contenta, al menos eso pensaba antes de ver pasar por la ventana una colorida figura femenina que abrió de golpe la puerta de entrada:
“¡Qué! ¿Ya no hay lugar para otra mas?”
Lorena, Paola, mi mamá, la tía Alma, la prima Lisette, Endy las menudencias y yo pusimos los mismos ojos de platos soperos, nos tambaleamos para atrás, nos llevamos las manos a la boca y salimos a abrazar a mi hermana Vanessa que de alguna forma se las había ingeniado para hacerse de dos días y llegar sin aviso con un ramo de flores desde Los Angeles. Esta vez la más sorprendida resultó ser mi mamá. La tan aficionada a regalar y desperdigar su magia por doquier no podía emitir ni un sonido, señal de que la sorpresa la había realmente rebalsado. Sus ojazos verdes centellaron por largo tiempo calladitos, mirando cómo sus hijas iban sintonizando el latido de sus corazones a un solo ritmo, al ritmo de la casa de mi mamá.

martes, 28 de julio de 2009

Soledades

Hace ya algunas mañanas en la mesa del desayuno Sofía comenzó a llorar desde lo más profundo de su almita:

-¿pero qué te pasa?

Eran tantos sus lamentos, sollozos y suspiros que no lograba entender lo que trataba de decirme. Cuando logró calmarse un poquito me dijo levantando las palmas de sus manos hacia el cielo, meciéndolas con un movimiento de sube-baja que parecía estar pesando la gravedad del asunto:

-¡Perdí mi secreto y ya no lo puedo encontrar!

Y siguió gimoteando en la más absoluta soledad... olvidar un secreto debe ser eso, ¿no?

viernes, 17 de julio de 2009

La serenata

Esa noche no sería mi balcón de hierro forjado con geranios rojos el que iba a abrirse para recibir una serenata. Mi novio cumplía 18 años y semejante acontecimiento me daba la excusa perfecta para hacerle entender que a una mujer no se le saca de un brinco de la cama arrancando a punta de trompetazos con “El son de la Negra”. Yo me encargaría de enseñarle el sutil arte de sacar poco a poquito de los sueños al bien amado con un suave “Despierta, dulce amor de mi vida” o un “novia mía, novia mía” con más guitarra, violines y voz que otra cosa.

En un año y medio de noviazgo, su cajón con mis notitas, cartas, papelitos y regalitos no paraba de crecer; yo guardaba en el mío los boletos de los conciertos a los que íbamos, los boletos de los partidos a los que fuimos en el mundial México 86, las rosas que él me regalaba y que luego yo prensaba cuidadosamente en libros. Era un incansable e irresistible ir y venir de detalles y ocurrencias que nos tenían ajenos de todo que no fuera nosotros dos. ¡La original serenata no cabría en su cajón pero sería tan fantástica que se sellaría en su memoria para siempre!

Había ido el día anterior al centro en el uniforme de cuadritos escoceses del colegio a buscar un lugar donde me alquilaran barato un traje completo de mariachi. Combiné aventón, metro, pesero y camión para llegar a mi destino y regresé a casa como malabarista con la mochila, el sombrero y la bolsa con la falda, el chaleco, el saco, la camisa y la moña ya casi por caer la noche. Unas botas y mi trenza tirante para atrás completarían el atuendo que luciría como el colmo a la osadía de que una mujer le lleve serenata a su novio en plena época de Madonna, Cindy Lauper y Depeche Mode. Al mariachi ya lo había apalabrado unos días atrás cuando el mejor amigo del agasajado pudo conseguir auto y llevarme a la heroica y masculina empresa de elegir un conjunto musical de entre los 500 que se agazapaban en Plaza Garibaldi. Tenía que ser barato y que no desafinara tanto por tan poco. Luego de un par de tequilas y un desafío de ver quién aguantaba más tiempo prendido de la máquina que daba toques eléctricos, conseguimos a uno de seis elementos que nos pareció acorde y que aceptó lo que yo podía pagar. Acordamos la hora y el lugar de encuentro y regresé a casa a estudiar para el examen de matemáticas.

La tan esperada noche llegó. Aunque mi traje no tenía tantas luces, me sentía a la altura de Lucerito, Chabela Vargas o Rocío Durcal, ¡nunca antes me había puesto un traje así y ya me sentía la reina de la música mexicana! Varias serenatas recibidas e incontables parrandas en Garibaldi me habían inculcado una singular e inusual cultura popular. Correteé a mi mamá para no retrasarnos y llegamos con tiempo de sobra a la glorieta de Bosques. No se si era el frío, la ansiedad o la emoción pero yo temblaba de punta a rabo mientras esperaba apoyada en el auto, sombrero en mano, a los músicos. Antes de la hora acordada, una camioneta de vidrios empañados pasó a nuestro costado y pude distinguir que adentro se apelmazaban uno sobre otro hombres e instrumentos. Les hice señales pero siguieron de frente. Subí al auto y toqué desesperadamente la bocina. El chofer circundó la glorieta y por fin paró. El camino había sido largo y los músicos necesitaban estirar las piernas. Al verlos descender, la elegancia de sus trajes ataviados con herrajes plateados, me sorprendió. Pero cuando vi que no eran seis sino diez me alarmé: el tequila debió haber estado adulterado o los altos voltajes infringidos voluntariamente me habían dejado tarada porque éste era un Mariachi de ensueño muy diferente al que yo había visto y oído la otra noche. Mientras acordábamos el repertorio, una camioneta destartalada que se caía a pedacitos pasaba envuelta en una densa nube de humo una y otra vez. Los hombres en tierra la miraban con recelo y cuando decidió pararse a lado de nosotros me alegré de que sólo fueran músicos y no cargaran pistolas. El chofer bajó vestido también de charro pero con su traje bastante deslavado, ¡era otro mariachi: el mío!

Resuelta la confusión nos fuimos a casa de mi novio. Los toques sí habrían hecho un efecto negativo en mi percepción porque no me acordaba de que uno fuera tan gordo, otro tan flaco, otro tan viejo, otro tan tuerto y otro tan cojo. El amigo de mi novio llegó a tiempo con la botella de tequila y le dimos el trago de valor mientras mi mamá se hacía de la vista gorda. Los músicos afinaron lo mas discretamente que pudieron, me calcé mi sombrero y orgullosamente di la señal para comenzar a tocar.

Ya envuelta en la música, suave y melódica como debía ser, un dedo me daba suaves golpecitos en el hombro. Yo lo espantaba como a una molesta mosca, pero el dedo no paraba de insistir: “Señorita, señorita… ¡Señorita!”, ¿quién era el imprudente que intentaba sacar del trance del momento a la naciente Diva de la canción ranchera? ¡La puerta ya se estaba abriendo y yo a un segundo de hacer mi entrada triunfal! Sin más remedio giré rápidamente y de mala gana la cabeza: “Señorita, ¡trae usted el sombrero al revés!”

Mis ínfulas besaron el suelo cuando se puso en evidencia que parecía más el desorientado capitán de un barco pirata con su pintoresca tripulación.


martes, 14 de julio de 2009

¿A quién le dan pan que llore?


Me paseo sin prisa por el gran salón, confundiendo las pinzas de aluminio con alegres castañuelas. En la otra mano sostengo la gran charola vacía que las pinzas llenarán dentro de muy poco. La panadería es aquella a la que iba cuando niña los domingos: el mismo enorme e iluminado salón con los bolillos, las teleras y los virotes rebalsando cajones de madera en el centro, y la interminable fiesta de pan dulce sobre anaqueles de cinco pisos flanqueando las paredes. Hay poca gente. Puedo buscar tranquila el pan de mis antojos: una magdalena en papelito rojo coronada con chochitos de colores, garibaldis se llaman. Las pinzas van por delante mío sonando suavecito, como preguntándole a las hojaldradas orejas, a los cuernos, a las pellizcadas, a los agrietados polvorones y a las regordetas conchas de los estantes dónde pudieron haberse metido los escurridizos garibaldis. Entre tanta variedad, sigo sin verlos. Las pinzas se enamoran de un azucarado moño, una estirada corbata, un relajado campechano, una chorriada y una chilindrina. A la charola redonda de aluminio, abollada y opaca de tantos años de servicio, parece alegrarle ya no verse tan vacía y lleva los panes cual su mejor vestido.

Se abre una puerta vaivén de dos hojas y hace su aparición un carrito alto que lleva varios pisos de más pan recién horneado: más trenzas, más marranitos y más picones salen de los hornos para nutrir la fiesta. El maestro panadero viste de blanco pantalón, blanca camisa remangada, largo mandil blanco y blanco gorro en forma de barquito blanco. Todo su ser emana y evoca harina, huele a levadura. Verlo es robarse un pedacito de los secretos que acontecen en las mesadas junto a los hornos del otro lado de la puerta. Por lo menos ahora sé quién pudo haber amasado. Su edificio rodante parece no traer mi pan pero sí está lleno de donas, y entre ellas las hay con grageas de colores (chochitos para los amigos). Las pinzas se apoderan al pasar de un ladrillo, un volcán, un ojo de buey y diez antojos más que sus nombres sabrá el panadero pero no yo. Luego una dona de estas, otra de aquellas y, por supuesto, la de chochitos que acomodo arriba de todo.


Las pinzas aplauden: la charola no puede estar más contenta y yo tampoco. Ya no importan los garibaldis, otro día será.




viernes, 10 de julio de 2009

La siesta

La Tía Amapola descansaba tranquila en la hamaca. Ahí, acostada a la sombra de los árboles del rancho, el calor se hacía menos. Caía bien tomarse unos días en la sencillez del campo: el horizonte claro, la naturaleza rústica y la casi soledad era lo que necesitaba para descansar de sus mil doscientos alumnos que tanto le exigían de lunes a viernes y de su madre que nunca en la vida supo darle tregua.

Ahí estaba, sola y tranquila entregada al arrullador sonido de los pastos meciéndose con el viento cuando un cascabeleo escalofriante se sumó al paisaje. La Tía Amapola abrió de golpe sus ojos y, dejándose llevar por algún adormilado instinto yaqui, los fue llevando hacia donde provenía el ruido. Con el cuerpo duro y el cuello torcido, se topó con lo insospechado: ahí, a veinte centímetros de sus carnosas caderas, descansaba con ella una víbora cascabel. No le hacía falta demasiada experiencia como para darse cuenta de que si ella intentaba incorporarse, esas carnosas pompas serían la puerta de entrada para el fatal veneno. Así que ahí se quedó, quietecita, aterrada y sola esperando el milagro de que alguien se apareciera.

De pronto, como un gran golpe de suerte, pasó no muy lejos de ella un campirano a caballo: Era uno de los peones del rancho que se encargaba del ganado que ya había visto un par de veces cerca de la casa. No se animó a gritar, no quería levantar la voz o algún movimiento brusco que pudiera despertar la amenaza que tenía debajo. Así fue como,, acostada como estaba, le chitó al hombre del sombrero:

-¡Pst, pst!

Primer intento fallido. Repitió la voz:

-¡Pst. pst!

Esta vez el charro se percató del sonido y buscó a quien le llamaba con tan inusual discreción. Descubrió, allá debajo de los árboles y echada en una hamaca, a una señora de mediana edad con una indiscutible pinta citadina. La señora le dedicaba una tímida sonrisa mientras se llevaba el dedo índice bien derechito al frente de la boca pidiéndole silencio. Una vez que aquietó al caballo, la dama retiró el dedo de su boca y formó con él un ganchito que se abría y cerraba como cuando alguien quiere decir “ven, ven, ven”. El campirano no podía creer su suerte, ¿de verdad debía acercarse y aceptar la invitación que la exótica mujer de hacía?

El hombre no reaccionaba con la rapidez que esperaba la Tía Amapola y no podía dejar que simplemente se siguiera de largo, ¡porqué no se bajaba del caballo! ¡Más información, necesitaba darle más información: Llevó por encima de su cuerpo el mismo dedo bien estiradito hacia la altura en la que se encontraba la víbora: la parte baja de su cadera. Luego, para indicar de qué bicho se trataba, metió y sacó repetida y rápidamente la lengua, Estaba tan orgullosa de su capacidad histriónica y tan segura de que todo llegaría a buen puerto que volvió a repetir una y otra vez, en una forma suave y rítmica las instrucciones con el dedo: avance en silencio, mire que debajo de mío tengo una víbora.

El desconcertado jinete vio pasar su vida en tres segundos. ¿Aquella mujer de falda ceñida, y pelo pintado podría estar proponiéndole a él, un hombre sencillo de campo, que le hiciera favores orales en tierras del patrón? ¿no estaba él para servir y obedecer? ¿el problema sería negarse o el problema sería el complacer? Muy lentamente bajó de su caballo y sin terminar de resolver sus dudas se fue acercando de a poquitos.

Su mente se despejó de golpe cuando la distancia se acortó lo suficiente como para descubrir que entre los pastos, justo debajo de ella, una víbora de cascabel tenía de rehén al la fuereña. Sintió los colores explotar de vergüenza en su cara y arremetió para salvar a su fugaz doncella de aquel maldito dragón rastrero.