miércoles, 12 de agosto de 2009

Un rastro perdido dos veces.

No pude evitar hundir mis narices en su cuello, olfatearlo como perra que encuentra el rastro que creyó perdido. Ese olor a cebo añejo, a tabaco impregnado en las hojas de un libro viejo, a café de soledades compartidas, trepaba la madeja de hilos enredados de la memoria y encendía la luz en los remotos recuerdos que por ese instante palpitaban llenos de vida.
El Tío Homero compartía el mismo olor a locura cuerda que mi padre, el mismo aroma de genialidad incomprendida que corre a chorros caóticos en los hombres de la familia y el mismo pudor que me obligaba a apurar el deleite de mi descubrimiento. Debía aspirar profundo y hacer míos los aromas que le arrancaba sin su permiso y que se agolpaban emocionados esperando su turno para ser reconstruidos. Tanta ternura me despertaba mi tío por presente como mi padre por ausente, tan contenta estaba de tener a uno como traer al otro que me despegué borracha y confundida antes de que él me retirara a mí.
Cuando recobré la cordura, logré alzar la voz e invitar a mis hermanas. La jauría rodeó su pelo, su cuello, sus hombros. El viento que levantó los recuerdos de mi padre en el pellejo de mi tío fue tan fuerte que no le quedó más que entregarse sumiso a ese cuarteto de mujeres que de pronto se encarnaban en huérfanos cachorros lamiendo heridas.
De haber sabido que esa sería la última vez, le hubiera arrebatado también su olor a sueños y proyectos, a horas de desvelos en la oscuridad, a madrugadas de radio AM y tardecitas dedicadas a la contemplación.