Ahora sí que la regaste, flaquita... ¿cómo se te
ocurre llevarte así nomás y sin aviso al mero mero petatero? ¿O me vas a decir
que a ti no te endulzaba el oído y te calentaba la poquita alma que te queda al
oír sus canciones? A que se te ponía todita la piel chinita cuando cantaba Amor eterno y hasta te daban ganas de
regresarle a su mamacita aunque fuera un
ratito, sacarla de su sepulcro nomás pa’
que le diera ese beso y tal vez borrarle su más triste recuerdo de Acapulco... Y no se me olvida que eres puro hueso, pero estoy segura de que él te devolvía el cuero por un ratito. Yo sé que él hacía que te sintieras vivita y coleando cuando se
meneaba por el escenario revoloteando esa copa de vino por los aires al son del
mariachi.
En serio que ya ni la friegas, te
hubieras aguantado un poquito, lo hubieras esperado a ver si se ponía a dieta o
al menos aguantarte a que yo pudiera ir a un concierto suyo. ¡Híjole! Es que ninguno como mi Juan Ga para acompañar los buenos y los
malos ratos, ninguno igual para esos días en que amaneces con planes de
comenzar llorando y terminar bailando.
Pero pensándolo bien, yo creo que te
va a salir bien escurridizo tu muertito, ni te creas que te lo vas a poder
quedar toditito para ti así como así, porque su música
nomás no es cosa que tú te puedas llevar. Metiste la pata porque quién sabe qué
titipuchal de versos pudo seguir escribiendo, cuántas canciones se le habrán
quedado atoradas en el cogote y nosotros acá, de este lado, sin chance de
saborearlas.
No, no se vale que me haya amanecido
con esa noticiota, los ojos ya los traigo como sapo de tanto llorarle y apenas
me sobra un hilito de voz por todo lo que he cantado. Desde tempranito arranqué
a poner sus discos: ya regué mis plantitas, ya fui al mercado, barrí, pasé
trapo, fregué la cocina, hice la comida y la cena, lavé la ropa y todavía ni me
los acabo.
Por acá pasaron la Lupe y la Chela
tan desconsoladas y lloronas como yo, nomás pa’ juntar las penas y hacerlas
menos. El Pancho se fue bien achicopalado al trabajo, ya ni quería ir, nomás se
quería quedar acá tristeando pero ni modo de no ir a chambear. En el mercado,
hasta Don Fermín lloraba a moco tendido arriba de sus tomates, parecía la viuda
el muy bigotudo. Ahí le pasé el último Kleenex que me
quedaba y yo, que estaba tan desconsolada, lo consolé.
Y si te queda alguna duda, flaca
condenada, pregúntale a todos los mexicanos a ver si no tengo la razón.