viernes, 23 de noviembre de 2007

Paseo sonoro


Cierro la puerta y atrás quedan los llantos del bebé, las protestas de la mayor y el canto sordo de la mediana. El viento se cuela cálido y travieso en las rendijas de mis orejas y ayuda a borrar cualquier residuo del interior de la casa. El sol golpea mis ojos y por un momento dudo en entrar por mis lentes, pero mi mente ya vuela por delante y no puedo dejarla escapar sin mí.

El crocar de mis piés contra el pedregullo del camino terminan de decirme que estoy fuera de casa por lo menos un momento. Continúo el camino que lleva hacia la cañada y comienzo a agradecer un día tan cálido en la mitad del otoño. Al girar, el viento abandona mis oídos y una pareja de horneros se cuela en su lugar; alardeando orgullosos sobre su nido monoambiente que ha sobrevivido airoso las últimas tormentas. Me pregunto cómo se escuchará el viento desde allí adentro, allá en el fondo del caracol que es el interior de su nido.

La cañada está quieta, estancada y silenciosa. Los mosquitos me envuelven zumbando con hambre asesina y me hacen alejarme del elemento agua. El pasto está crecido pero traigo buenos zapatos. No me importa pisar los yuyos con espinas y sentir cómo se estrellan en el piso sus hojas poco amistosas. A los cardos sí los evito, con la ayuda del viento parecen víboras de cascabel advirtiendo que están secos y espinosos, listos para atacar si me tropiezo con ellos.

De pronto un rechinar me hace detener mi paso. Pareciera que alguien caminara sigilosamente por el piso de una casa en ruinas y no fuera capaz de detener el crujir de la madera vieja. Quisiera callar a los teros, a los perros del refugio lejano que el viento me acerca, a las malditas máquinas que se empeñan en hacer más caminos dentro del campo y a la sierra del impertinente albañil que está haciendo una casa a lado de la mía. Ahí está otra vez el crujir. Mi cabeza gira como antena de radar y detecto el tronco viejo y muerto de un eucalipto que se deja mecer por el viento pero se niega a caer. Hace tiempo que no tiene más hojas y sabrá Dios cuánto tiempo lleva ahí parado resistiendose mientras los robles vecinos se sacuden escandalosos y risueños despojandose de lo viejo para esperar pacientes el verano que les renovará su follaje. El tronco no para de rechinar, es como un ruido fuera de lugar, de madera ya cortada y transformada. Mis ojos se fijan en el árbol y comienzan a desmarañarlo hasta encontrar un agujero. Es el nido de unos pájaros carpinteros. Su hogar está contenido dentro de un moribundo que anuncia a gritos que pronto se rendirá. Ellos toman lo que hay y, mientras dure, alegran su interior llenándolo de vida... tal vez por eso el tronco se resista a a caer.

Los teros se han vuelto ensordecedores. No han dejado de protestar ante mi paseo por su territorio. Ellos son pájaros con los piés en la tierra que vuelan bajo y que nunca se posarán sobre las ramas de ese árbol sonaja.¿Será por eso que siempre parecen estar de mal humor? No es época de sus polluelos tamaño pelota de ping-pong. Ahí sí que planean amedrentradores a centímetros de distancia y hacen sonar sus picos justo en el oído de uno. Ahora sólo refunfuñan porque no tienen a quién cuidar, sufren el síndrome del nido vacío o algo parecido.

Tanto nido me ha hecho recordar el mío propio con mis polluelos. Me pregunto cuánto tendré yo de hornero, cuánto de carpintero y cuánto de Tero. Cuánto tendré de viento, de árbol, de tierra, de agua.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué gusto leerte! Como siempre viajo a través de tus imágenes. Besos y abrazos.

RosaMaría dijo...

Hermosa descripción que trajo a mi mente imágenes de mis pagos. FELIZ AÑO NUEVO