miércoles, 29 de julio de 2009
Cinco de cinco
martes, 28 de julio de 2009
Soledades
Hace ya algunas mañanas en la mesa del desayuno Sofía comenzó a llorar desde lo más profundo de su almita:
-¿pero qué te pasa?
Eran tantos sus lamentos, sollozos y suspiros que no lograba entender lo que trataba de decirme. Cuando logró calmarse un poquito me dijo levantando las palmas de sus manos hacia el cielo, meciéndolas con un movimiento de sube-baja que parecía estar pesando la gravedad del asunto:
-¡Perdí mi secreto y ya no lo puedo encontrar!
viernes, 17 de julio de 2009
La serenata
Esa noche no sería mi balcón de hierro forjado con geranios rojos el que iba a abrirse para recibir una serenata. Mi novio cumplía 18 años y semejante acontecimiento me daba la excusa perfecta para hacerle entender que a una mujer no se le saca de un brinco de la cama arrancando a punta de trompetazos con “El son de la Negra”. Yo me encargaría de enseñarle el sutil arte de sacar poco a poquito de los sueños al bien amado con un suave “Despierta, dulce amor de mi vida” o un “novia mía, novia mía” con más guitarra, violines y voz que otra cosa.
En un año y medio de noviazgo, su cajón con mis notitas, cartas, papelitos y regalitos no paraba de crecer; yo guardaba en el mío los boletos de los conciertos a los que íbamos, los boletos de los partidos a los que fuimos en el mundial México 86, las rosas que él me regalaba y que luego yo prensaba cuidadosamente en libros. Era un incansable e irresistible ir y venir de detalles y ocurrencias que nos tenían ajenos de todo que no fuera nosotros dos. ¡La original serenata no cabría en su cajón pero sería tan fantástica que se sellaría en su memoria para siempre!
Había ido el día anterior al centro en el uniforme de cuadritos escoceses del colegio a buscar un lugar donde me alquilaran barato un traje completo de mariachi. Combiné aventón, metro, pesero y camión para llegar a mi destino y regresé a casa como malabarista con la mochila, el sombrero y la bolsa con la falda, el chaleco, el saco, la camisa y la moña ya casi por caer la noche. Unas botas y mi trenza tirante para atrás completarían el atuendo que luciría como el colmo a la osadía de que una mujer le lleve serenata a su novio en plena época de Madonna, Cindy Lauper y Depeche Mode. Al mariachi ya lo había apalabrado unos días atrás cuando el mejor amigo del agasajado pudo conseguir auto y llevarme a la heroica y masculina empresa de elegir un conjunto musical de entre los 500 que se agazapaban en Plaza Garibaldi. Tenía que ser barato y que no desafinara tanto por tan poco. Luego de un par de tequilas y un desafío de ver quién aguantaba más tiempo prendido de la máquina que daba toques eléctricos, conseguimos a uno de seis elementos que nos pareció acorde y que aceptó lo que yo podía pagar. Acordamos la hora y el lugar de encuentro y regresé a casa a estudiar para el examen de matemáticas.
La tan esperada noche llegó. Aunque mi traje no tenía tantas luces, me sentía a la altura de Lucerito, Chabela Vargas o Rocío Durcal, ¡nunca antes me había puesto un traje así y ya me sentía la reina de la música mexicana! Varias serenatas recibidas e incontables parrandas en Garibaldi me habían inculcado una singular e inusual cultura popular. Correteé a mi mamá para no retrasarnos y llegamos con tiempo de sobra a la glorieta de Bosques. No se si era el frío, la ansiedad o la emoción pero yo temblaba de punta a rabo mientras esperaba apoyada en el auto, sombrero en mano, a los músicos. Antes de la hora acordada, una camioneta de vidrios empañados pasó a nuestro costado y pude distinguir que adentro se apelmazaban uno sobre otro hombres e instrumentos. Les hice señales pero siguieron de frente. Subí al auto y toqué desesperadamente la bocina. El chofer circundó la glorieta y por fin paró. El camino había sido largo y los músicos necesitaban estirar las piernas. Al verlos descender, la elegancia de sus trajes ataviados con herrajes plateados, me sorprendió. Pero cuando vi que no eran seis sino diez me alarmé: el tequila debió haber estado adulterado o los altos voltajes infringidos voluntariamente me habían dejado tarada porque éste era un Mariachi de ensueño muy diferente al que yo había visto y oído la otra noche. Mientras acordábamos el repertorio, una camioneta destartalada que se caía a pedacitos pasaba envuelta en una densa nube de humo una y otra vez. Los hombres en tierra la miraban con recelo y cuando decidió pararse a lado de nosotros me alegré de que sólo fueran músicos y no cargaran pistolas. El chofer bajó vestido también de charro pero con su traje bastante deslavado, ¡era otro mariachi: el mío!
Resuelta la confusión nos fuimos a casa de mi novio. Los toques sí habrían hecho un efecto negativo en mi percepción porque no me acordaba de que uno fuera tan gordo, otro tan flaco, otro tan viejo, otro tan tuerto y otro tan cojo. El amigo de mi novio llegó a tiempo con la botella de tequila y le dimos el trago de valor mientras mi mamá se hacía de la vista gorda. Los músicos afinaron lo mas discretamente que pudieron, me calcé mi sombrero y orgullosamente di la señal para comenzar a tocar.
Ya envuelta en la música, suave y melódica como debía ser, un dedo me daba suaves golpecitos en el hombro. Yo lo espantaba como a una molesta mosca, pero el dedo no paraba de insistir: “Señorita, señorita… ¡Señorita!”, ¿quién era el imprudente que intentaba sacar del trance del momento a la naciente Diva de la canción ranchera? ¡La puerta ya se estaba abriendo y yo a un segundo de hacer mi entrada triunfal! Sin más remedio giré rápidamente y de mala gana la cabeza: “Señorita, ¡trae usted el sombrero al revés!”
Mis ínfulas besaron el suelo cuando se puso en evidencia que parecía más el desorientado capitán de un barco pirata con su pintoresca tripulación.
martes, 14 de julio de 2009
¿A quién le dan pan que llore?
Se abre una puerta vaivén de dos hojas y hace su aparición un carrito alto que lleva varios pisos de más pan recién horneado: más trenzas, más marranitos y más picones salen de los hornos para nutrir la fiesta. El maestro panadero viste de blanco pantalón, blanca camisa remangada, largo mandil blanco y blanco gorro en forma de barquito blanco. Todo su ser emana y evoca harina, huele a levadura. Verlo es robarse un pedacito de los secretos que acontecen en las mesadas junto a los hornos del otro lado de la puerta. Por lo menos ahora sé quién pudo haber amasado. Su edificio rodante parece no traer mi pan pero sí está lleno de donas, y entre ellas las hay con grageas de colores (chochitos para los amigos). Las pinzas se apoderan al pasar de un ladrillo, un volcán, un ojo de buey y diez antojos más que sus nombres sabrá el panadero pero no yo. Luego una dona de estas, otra de aquellas y, por supuesto, la de chochitos que acomodo arriba de todo.
Las pinzas aplauden: la charola no puede estar más contenta y yo tampoco. Ya no importan los garibaldis, otro día será.
viernes, 10 de julio de 2009
La siesta
La Tía Amapola descansaba tranquila en la hamaca. Ahí, acostada a la sombra de los árboles del rancho, el calor se hacía menos. Caía bien tomarse unos días en la sencillez del campo: el horizonte claro, la naturaleza rústica y la casi soledad era lo que necesitaba para descansar de sus mil doscientos alumnos que tanto le exigían de lunes a viernes y de su madre que nunca en la vida supo darle tregua.
Ahí estaba, sola y tranquila entregada al arrullador sonido de los pastos meciéndose con el viento cuando un cascabeleo escalofriante se sumó al paisaje. La Tía Amapola abrió de golpe sus ojos y, dejándose llevar por algún adormilado instinto yaqui, los fue llevando hacia donde provenía el ruido. Con el cuerpo duro y el cuello torcido, se topó con lo insospechado: ahí, a veinte centímetros de sus carnosas caderas, descansaba con ella una víbora cascabel. No le hacía falta demasiada experiencia como para darse cuenta de que si ella intentaba incorporarse, esas carnosas pompas serían la puerta de entrada para el fatal veneno. Así que ahí se quedó, quietecita, aterrada y sola esperando el milagro de que alguien se apareciera.
De pronto, como un gran golpe de suerte, pasó no muy lejos de ella un campirano a caballo: Era uno de los peones del rancho que se encargaba del ganado que ya había visto un par de veces cerca de la casa. No se animó a gritar, no quería levantar la voz o algún movimiento brusco que pudiera despertar la amenaza que tenía debajo. Así fue como,, acostada como estaba, le chitó al hombre del sombrero:
-¡Pst, pst!
Primer intento fallido. Repitió la voz:
-¡Pst. pst!
Esta vez el charro se percató del sonido y buscó a quien le llamaba con tan inusual discreción. Descubrió, allá debajo de los árboles y echada en una hamaca, a una señora de mediana edad con una indiscutible pinta citadina. La señora le dedicaba una tímida sonrisa mientras se llevaba el dedo índice bien derechito al frente de la boca pidiéndole silencio. Una vez que aquietó al caballo, la dama retiró el dedo de su boca y formó con él un ganchito que se abría y cerraba como cuando alguien quiere decir “ven, ven, ven”. El campirano no podía creer su suerte, ¿de verdad debía acercarse y aceptar la invitación que la exótica mujer de hacía?
El hombre no reaccionaba con la rapidez que esperaba la Tía Amapola y no podía dejar que simplemente se siguiera de largo, ¡porqué no se bajaba del caballo! ¡Más información, necesitaba darle más información: Llevó por encima de su cuerpo el mismo dedo bien estiradito hacia la altura en la que se encontraba la víbora: la parte baja de su cadera. Luego, para indicar de qué bicho se trataba, metió y sacó repetida y rápidamente la lengua, Estaba tan orgullosa de su capacidad histriónica y tan segura de que todo llegaría a buen puerto que volvió a repetir una y otra vez, en una forma suave y rítmica las instrucciones con el dedo: avance en silencio, mire que debajo de mío tengo una víbora.
El desconcertado jinete vio pasar su vida en tres segundos. ¿Aquella mujer de falda ceñida, y pelo pintado podría estar proponiéndole a él, un hombre sencillo de campo, que le hiciera favores orales en tierras del patrón? ¿no estaba él para servir y obedecer? ¿el problema sería negarse o el problema sería el complacer? Muy lentamente bajó de su caballo y sin terminar de resolver sus dudas se fue acercando de a poquitos.
Su mente se despejó de golpe cuando la distancia se acortó lo suficiente como para descubrir que entre los pastos, justo debajo de ella, una víbora de cascabel tenía de rehén al la fuereña. Sintió los colores explotar de vergüenza en su cara y arremetió para salvar a su fugaz doncella de aquel maldito dragón rastrero.