Podíamos ver los jardines del
hospital a través de los barrotes de la reja y si nos esforzábamos un poco,
alguna puerta que tal vez perteneciera
al cuarto de mamá. Parece que en aquel entonces la ciudad de México era un
lugar seguro porque mi papá nos dejó a las tres esperando afuera: --No se permiten niños adentro,
quédense aquí tranquilas y por ningún motivo vayan a cruzar la calle.-- Y desapareció sin la pesadumbre que a mí me hubiera invadido si hoy yo dejara a mis hijos en la vereda.
El trío de las hermanas Herrera era
bastante compacto. Lorena se había ganado los apodos de Llorena y Miorena a
punta de melodramáticas lágrimas y de hediondos colchones echados a perder,
mientras que la complexión adobe de Pabola
nos había inspirado un cántico en voz grave y amenazador que advertía su
llegada: “¡Pabola la bola, la bola Pabola! A mi me decían La bruja, aunque no
me queda claro si por mala, por los alambres indomables que tenía por pelo o por alguna terrible combinación de ambos. Lejos estábamos de ser un armónico trío:
yo molestaba a Lorena, Lorena me molestaba a mí, juntas le complicábamos la vida a Paola y así hasta agotar todas las combinaciones posibles. Pero a pesar de los pleitos, conocíamos
nuestra dinámica, cabíamos mas o menos bien en el asiento trasero del auto,
cada una tenía su lugar en la mesa y,
por sobre todas las cosas, reinaba una relativa
paz porque yo, como primogénita de 10 años, tenía mi propio cuarto.
Nunca nos hubiéramos imaginado que siete años después llegaría un bebé a
casa. Recuerdo el día que mi mamá se enteró de la noticia: ni el árido aire de Calexico que tanto le gusta
pudo secar sus lágrimas o consolarla. Habíamos viajado para pasar la navidad con
la familia que tan lejos teníamos y se suponía que todo iba a ser alegría y
diversión, pero esa mañana salió del baño con la prueba de embarazo en la mano
como alma que lleva el diablo. Las fotos antiguas de ella y de mis tíos de
cuando eran niños, las de las graduaciones
y bodas que cuelgan en el pasillo que hace de galería familiar en la
casa de mi abuela, cimbraron al ritmo de sus enfurecidos pasos. Ella no estaba triste, estaba enojada,
rabiosa. Refunfuñaba a cada rato,
mascullaba protestas, salía a tomar aire y lloraba con el ceño fruncido.
Esa nube densa y negra la acompañó durante todas las fiestas, pero una vez que
regresamos a la Ciudad de México y pasaron los días, las semanas y los meses,
se fue diluyendo hasta encontrarse otra vez con la alegría de siempre y mas
todavía.
Pero ahora estábamos las tres afuera
del hospital, rehenes de las reglas
hospitalarias y locas de ganas por entrar. Las rejas negras recién pintadas
eran demasiado altas para ser saltadas pero, ¿serían lo suficientemente
angostas como para impedir que nos escurriéramos entre los barrotes? ¿Podríamos
entrar sin ser descubiertas por el policía de la entrada y buscar a mi mamá con
nuestra hermanita? Lorena probó meter la
cabeza y luego de un rato encontró el ángulo justo, pasó un hombro y al final
estaba del otro lado. Yo tenía dos colitas altas amarradas fuertemente con ligas
de bolitas rojas y, por más que intentara, ese par de cachos me hacían la
hazaña imposible. Pabola con su gordura nomás no entraría. Decidimos hacerle
caso a papá y quedarnos quietas… ¿quietas? ¿Cómo podíamos hacerlo si ahí
adentro, en el mismo hospital donde nacimos las tres, estaba cautiva la bebita
que pondría de cabeza nuestro orden, la cuarta integrante que me despojaría del
cuarto propio, la tierna beba que se robaría las miradas de todos sin dejar ni
un pestañeo para nosotras? Tomé a Paola con sus seis añitos y la empujé contra
los barrotes. Su cabeza pasó sin problemas pero
esa barriguita llena de tortillas era cosa seria. Y yo la empujaba desde
afuera mientras Lorena la jalaba desde adentro y aunque le exprimimos un par
de lágrimas, pasó. Si ellas cupieron, yo
también cabría. Me arranqué las ligas y la melena cayó deforme sobre mis
hombros pero por más que lo intentara, el año un mes que le llevaba a Lorena se
dejó sentir más que nunca. En esas andábamos cuando mi papá me sorprendió
atorada a medio pasar, --Si te vas a
colar más te vale que lo hagas ya--, me dijo serio con los puños apoyados sobre su cadera, luego
soltó la carcajada que alivió la tensión y relajó los ojotes con que lo veíamos
las tres. --¡Ssshhhh! Las espero del otro
lado, escóndanse detrás del arbusto aquel--. Cinco minutos más tarde todos
los miedos se diluían como terrón de azúcar tocando el té. La dulzura de
Vanessa efectivamente cambiaría nuestras vidas. Con un beso le dimos la
bienvenida y sellamos el lazo irrompible de las hermanas Herrera.
3 comentarios:
Que hermoso don tienes para escribir y qué bueno que lo compartas. Me encantó tu narración. Felicidades!!!
Maravilla!!! gracias por compartirla!! quienes tenemos hermanas sabemos lo importantes que son en nuestras vidas! un abrazo.
Me encantó! Que fuerte pueden ser los lazos entre hermanas! ... Me has hecho reír con la reja ! Que niña no tiene una historia de una reja para contar!! Y con cómplices!!
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