Somos muchas, demasiadas. Del gigantesco atrio de la
Basílica de Guadalupe se levanta un bullicio de niñas formado por los colegios
católicos de la ciudad. Somos un ejército limpio y uniformado cargado de
oraciones y venimos dispuestas a sacar a
cuanta alma del purgatorio podamos, aunque eso signifique poner en jaque al
mismísimo San Pedro poniéndolo trabajar a marcha forzada. ¿Cómo será ese lugar entre los jazmines del
cielo y el azufre del infierno? ¿Cómo se manejarán en un día como hoy con tanta
mudanza? ¿Sacarán numerito como en la fiambrería? ¿Lo harán por sorteo con pelotitas numeradas de Bingo? ¿Nuestros
rezos son ese punto extra que hace la
diferencia en su examen de ingreso?
Me duelen las piernas. Ya estoy
fastidiada de esperar a que termine la
misa antes de la nuestra. Hay demasiado de todo. Deseo liberarme del sol y del
vapor cargado de polvo, sudor y sangre que se eleva desde ese piso húmedo donde
el pueblo mexicano arrastra sus súplicas y agradecimientos a la morenita más
querida. A pesar del intenso zumbido de voces que me envuelve como si estuviera
en el interior de un gran panal, los ecos en tonos graves del cura, seguido por
los cánticos agudos y lastimosos de las guadalupanas, salen de la basílica y
revolotean sobre nosotras. Mi clavel blanco ya no está tan derechito y por lo
que veo los de mis compañeras también sufren la prolongada espera entre manos
sudorosas. Ya quiero entrar al refugio de sombras atravesadas por la luz dorada
de sus lámparas colgantes, quiero que el copal y las flores me saquen este olor
a sacrificio enredado con el de tacos, fritangas y smog que ruge desde las entrañas de la gran
ciudad.
Mis ojos recorren con pausa las puertas con sus mendigos y me
detengo en ella.
Es una india joven de piel
curtida. Su rebozo roído le cubre el pelo y parte del rostro. Su montoncito de huesos
está arrejuntado contra la pared y sobre
sus muchas faldas sobrepuestas, apoya a un bebé de la edad de mi hermana
Vanessa que todavía ni camina. Ahora me doy cuenta que es de ahí de donde viene
el llanto que percibo desde hace rato. La mujer mantiene en alto una lata y la
sacude esperando que caiga alguna moneda más. A su costado descubro otro niño.
No debe tener más de dos años. Él duerme sobre el piso hecho un ovillo, parece
un cachorrito roñoso que se confunde con las piedras, con el piso, con la
mugre. Pero el bebé no para de llorar por más que la madre lo sacuda. Ella deja
su lata, mete la mano entre su espalda y la pared, saca una bolsa de papel de estraza toda
arrugada y manoseada que contiene algo
no tan bueno como el pan. De un soplido la infla como globo y con ella le cubre la boca y la nariz a su
crío. Lo arrulla contra su pecho, le
canta una canción que probablemente aprendió en el campo y el pequeño cuerpito
otrora tenso se relaja y calla. Aprendo otra
lección fuera de la escuela: el cemento no
solo pega, también engaña al hambre.
Sumerjo la nariz en el clavel mientras mis
lágrimas lo refrescan. Mi corazón acelerado lo silencia todo y me doy cuenta que el infierno vive
en la mismísima puerta de la iglesia.
1 comentario:
impresionante!
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