jueves, 22 de agosto de 2013

Misas y miserias

Somos muchas,  demasiadas. Del gigantesco atrio de la Basílica de Guadalupe se levanta un bullicio de niñas formado por los colegios católicos de la ciudad. Somos un ejército limpio y uniformado cargado de oraciones y venimos dispuestas a  sacar a cuanta alma del purgatorio podamos, aunque eso signifique poner en jaque al mismísimo  San Pedro poniéndolo  trabajar a marcha forzada.  ¿Cómo será ese lugar entre los jazmines del cielo y el azufre del infierno? ¿Cómo se manejarán en un día como hoy con tanta mudanza? ¿Sacarán numerito como en la fiambrería? ¿Lo harán  por sorteo con pelotitas numeradas de Bingo? ¿Nuestros rezos son ese  punto extra que hace la diferencia en su examen de ingreso?

Me duelen las piernas. Ya estoy fastidiada de esperar  a que termine la misa antes de la nuestra. Hay demasiado de todo. Deseo liberarme del sol y del vapor cargado de polvo, sudor y sangre que se eleva desde ese piso húmedo donde el pueblo mexicano arrastra sus súplicas y agradecimientos a la morenita más querida. A pesar del intenso zumbido de voces que me envuelve como si estuviera en el interior de un gran panal, los ecos en tonos graves del cura, seguido por los cánticos agudos y lastimosos de las guadalupanas, salen de la basílica y revolotean sobre nosotras. Mi clavel blanco ya no está tan derechito y por lo que veo los de mis compañeras también sufren la prolongada espera entre manos sudorosas. Ya quiero entrar al refugio de sombras atravesadas por la luz dorada de sus lámparas colgantes, quiero que el copal y las flores me saquen este olor a sacrificio enredado con el de tacos, fritangas y  smog que ruge desde las entrañas de la gran ciudad.

Mis ojos recorren  con pausa las puertas con sus mendigos y me detengo en ella.

Es una india joven de piel curtida. Su rebozo roído le cubre el pelo y parte del rostro. Su montoncito de huesos está arrejuntado  contra la pared y sobre sus muchas faldas sobrepuestas, apoya a un bebé de la edad de mi hermana Vanessa que todavía ni camina. Ahora me doy cuenta que es de ahí de donde viene el llanto que percibo desde hace rato. La mujer mantiene en alto una lata y la sacude esperando que caiga alguna moneda más. A su costado descubro otro niño. No debe tener más de dos años. Él duerme sobre el piso hecho un ovillo, parece un cachorrito roñoso que se confunde con las piedras, con el piso, con la mugre. Pero el bebé no para de llorar por más que la madre lo sacuda. Ella deja su lata, mete la mano entre su espalda y la pared, saca  una bolsa de papel de estraza toda arrugada  y manoseada que contiene algo no tan bueno como el pan. De un soplido la  infla como globo  y con ella le cubre la boca y la nariz a su crío. Lo arrulla contra su pecho,  le canta una canción que probablemente aprendió en el campo y el pequeño cuerpito otrora tenso se relaja y calla. Aprendo otra lección fuera de la escuela: el cemento no solo pega, también engaña al hambre.

Sumerjo la nariz en el clavel mientras mis lágrimas lo refrescan. Mi corazón acelerado lo silencia todo y me doy cuenta que el infierno vive en la mismísima puerta de la iglesia.