lunes, 26 de agosto de 2013

Adiós a los cuadritos escoceses.

Ya está. Hoy me despido de los cuadritos escoceses. Hoy sólo lamento que use la  falda de secundaria en lugar del jumper de primaria porque de haberlo tenido puesto juro que lo rasgaría a los gritos, como los árabes de la peli que vi anoche.  Me buscaron, me buscaron y ya me encontraron: ni un día más en esta escuela. Juro que no voy a volver a pisar este patio podrido, tan cuadrado como las cabezas de estas monjas de narices respingadas que sólo se fijan en las formas.

Y la campana que no suena.

Miss Padilla sigue escribiendo. Va por la segunda tiza y ya borró dos pizarrones completos. Hoy no pienso  seguirle el ritmo, que lo hagan las otras mientras yo pienso que mañana martes me pondré mis cien pulseras de gomitas negras, mis ocho anillos, mis aros grandes y me delinearé los ojos. Nunca más revisarán si mi falda está cuatro dedos por debajo de la rodilla y las medias tapando cualquier indicio de carne. Ya no controlarán si traigo un listón que no sea o verde o azul o blanco, si mis aretes cuelgan o si traigo algo más que no sea una  imagen santa colgada. 

Y sobre mi pelo ahora mandaré yo. Nada pudieron hacer cuando me lo corté chiquitito y me rasuré las patillas. Hoy la superiora cree que ganó la batalla haciendo que me pinte el mechón decolorado con un marcador negro y me lo aplaque con su peinecito casto.

No sabe que con eso firmó mi partida y que mi silencio no era precisamente sumisión.

Las manos de mis compañeras deben estar entumidas. Ale me mira a cada rato de reojo  y a Gabi se le ve nerviosa. No entiende por qué no escribo.  Jugueteo con la pluma, dibujo una cadena de flores contra el espiral del cuaderno. Flechas,  corazones, mosquitas y mariposas de tinta invaden las hojas. Cada minuto que pasa me suma valor y asienta la certeza de que hoy es el último día…

Y la campana  suena.

Al suspiro colectivo se le  monta encima el rechinar de las sillas que se lanzan para atrás, los cuadernos me aplauden sin saberlo mientras se cierran,  las mochilas se abren, las cartucheras engordan. No miro a nadie. Con calma pero sin perder tiempo,  guardo todo lo que está debajo de mi banca y salgo del salón cubierta ahora  por una burbuja invisible que amortigua lo que pasa fuera de mí.

Bajo las escaleras como caballo desbocado. Tengo que llegar a su balcón antes de que salga. Esquivo al tropel de niñas bien peinadas que bajan hablando del chico que les gusta, del último capítulo de la novela, de los deberes para mañana.  Me paro frente a su omnipresente ventana y el patio me respalda. Fijo la vista sobre esas persianas que aparentan no ver, tomo aire, aclaro la garganta y dejo salir el canto desde mi ronco pecho:

-¡Nooo volvereeé, se lo juro por Dios que me mira,

El típico bullicio de la hora de la salida aminora, la sonrisa de mis amigas se hace sentir y mi voz lejos de temblar se afirma:

-Se lo digo llorando de rabia,

Una lástima que no haya previsto mariachi, ésta es por lejos la mejor serenata que haya dado, daré o me darán en la vida.


-Noooo volvereeeé!

Sólo hay una primera impresión.

Salió del cuarto de visitas vestido de traje y corbata.

-Ay papito, te vas a asar!

-De ninguna manera, estoy acostumbrado y el primer día quiero causar una buena impresión-, me contestó sonriente y ansioso por salir de casa.

-Oye papá, pero tu corbata está chorreadísima, está muy sucia.

-Bueno, qué  importa. Ahí en México tengo otras cuatro que ya llevaré a la tintorería, vámonos.

Sin más remedio le hice caso a su prisa y nos fuimos a la parada. Yo estaba feliz de tener por fin a mi papá de visita en Uruguay, de que él y la ciudad de Montevideo se conocieran. Algo del Río de la Plata había habitado en su alma desde siempre porque cuando le daba por cantar le brotaban tangos y milongas a la par de boleros y rancheras. Vestirse bien, ponerse guapo era lo natural en él porque su deseo profundo era enamorar los rincones y bares de esa ciudad.

Mientras caminábamos hacia la parada, papá me dijo acomodándose el nudo de la corbata:

-Fíjate, compré unos calcetines para el viaje y salieron defectuosos. Uno es más chico. Cuando me los probé sólo me probé uno y no me di cuenta, pero uno es más chico.

Ahí quedó el comentario hasta que llegamos a la parada y al sentarse se puso en evidencia que efectivamente el calcetín derecho era notoriamente más corto, dejándole visible buena parte de la pierna. Papá me mostró:

-Mira qué chistoso, ¿ves? Este es más chico, ¡salió defectuoso!

Comencé a tocar el calcetín para descubrir dónde estaba la falla. Lo habrían tejido doble porque no tenía el remate del borde.  Seguí avanzando con mis dedos por adentro del calcetín y luego por debajo de su pié... hasta que lo encontré.

-¡Pero Papá! Mira, aquí está el borde de tu calcetín, ¡te lo pusiste doblado en dos!

 Mientras se lo subía entre risas, le hice notar una segunda falla:

-¡Mira papá! ¡Otra falla! ¡Tiene un huevo por el empeine!

-¡Válgame, pero qué cosa!-, dijo sorprendido mientras acomodaba el talón en su debido lugar, -¡ya no se fabrica como antes!

jueves, 22 de agosto de 2013

Misas y miserias

Somos muchas,  demasiadas. Del gigantesco atrio de la Basílica de Guadalupe se levanta un bullicio de niñas formado por los colegios católicos de la ciudad. Somos un ejército limpio y uniformado cargado de oraciones y venimos dispuestas a  sacar a cuanta alma del purgatorio podamos, aunque eso signifique poner en jaque al mismísimo  San Pedro poniéndolo  trabajar a marcha forzada.  ¿Cómo será ese lugar entre los jazmines del cielo y el azufre del infierno? ¿Cómo se manejarán en un día como hoy con tanta mudanza? ¿Sacarán numerito como en la fiambrería? ¿Lo harán  por sorteo con pelotitas numeradas de Bingo? ¿Nuestros rezos son ese  punto extra que hace la diferencia en su examen de ingreso?

Me duelen las piernas. Ya estoy fastidiada de esperar  a que termine la misa antes de la nuestra. Hay demasiado de todo. Deseo liberarme del sol y del vapor cargado de polvo, sudor y sangre que se eleva desde ese piso húmedo donde el pueblo mexicano arrastra sus súplicas y agradecimientos a la morenita más querida. A pesar del intenso zumbido de voces que me envuelve como si estuviera en el interior de un gran panal, los ecos en tonos graves del cura, seguido por los cánticos agudos y lastimosos de las guadalupanas, salen de la basílica y revolotean sobre nosotras. Mi clavel blanco ya no está tan derechito y por lo que veo los de mis compañeras también sufren la prolongada espera entre manos sudorosas. Ya quiero entrar al refugio de sombras atravesadas por la luz dorada de sus lámparas colgantes, quiero que el copal y las flores me saquen este olor a sacrificio enredado con el de tacos, fritangas y  smog que ruge desde las entrañas de la gran ciudad.

Mis ojos recorren  con pausa las puertas con sus mendigos y me detengo en ella.

Es una india joven de piel curtida. Su rebozo roído le cubre el pelo y parte del rostro. Su montoncito de huesos está arrejuntado  contra la pared y sobre sus muchas faldas sobrepuestas, apoya a un bebé de la edad de mi hermana Vanessa que todavía ni camina. Ahora me doy cuenta que es de ahí de donde viene el llanto que percibo desde hace rato. La mujer mantiene en alto una lata y la sacude esperando que caiga alguna moneda más. A su costado descubro otro niño. No debe tener más de dos años. Él duerme sobre el piso hecho un ovillo, parece un cachorrito roñoso que se confunde con las piedras, con el piso, con la mugre. Pero el bebé no para de llorar por más que la madre lo sacuda. Ella deja su lata, mete la mano entre su espalda y la pared, saca  una bolsa de papel de estraza toda arrugada  y manoseada que contiene algo no tan bueno como el pan. De un soplido la  infla como globo  y con ella le cubre la boca y la nariz a su crío. Lo arrulla contra su pecho,  le canta una canción que probablemente aprendió en el campo y el pequeño cuerpito otrora tenso se relaja y calla. Aprendo otra lección fuera de la escuela: el cemento no solo pega, también engaña al hambre.

Sumerjo la nariz en el clavel mientras mis lágrimas lo refrescan. Mi corazón acelerado lo silencia todo y me doy cuenta que el infierno vive en la mismísima puerta de la iglesia.