miércoles, 28 de mayo de 2014

Buenos Aires melting pot.


Me gusta vivir en Montevideo, pero si el tiempo pasa y no he ido a México, cruzar el charco  y  alimentar al bicho de gran ciudad que habita dentro de mí, consentir a esa cucaracha urbana, me resulta casi vital. Así fue que aproveché la visita que mi mamá y hacia allá nos fugamos por un par de días, así nomás, a visitar amigos.

El martes, segunda y última jornada de mi brevísimo viaje, viví Buenos Aires desde un lugar que me dejó ver algunos rasgos profundos de la identidad porteña. Acompañé a mi amiga Liane a la Dirección Nacional de Migraciones para tramitar el DNI de su largamente octogenaria madre. Aquel imponente edificio es el mismo que recibió a los tantos y tantos barcos cargados de las personas que hoy conforman la Argentina, el mismo edificio que albergó el Hotel para inmigrantes y que hoy funciona como museo, el mismo lugar en el que montones de extranjeros buscan hacer de Argentina su hogar y confirmar que parte de la riqueza de este país es el crisol cultural que aquí se da.

Tuve la dicha de romper con la premisa de que el porteño no es amable: ¡Qué caballero el custodio que nos indicó los pasos a seguir del trámite! ¡Qué disposición la de la funcionaria pública que le cedió su lugar de trabajo a Virginia y luego, cariñosamente, dedo por dedo, la encremó para que sus ya gastadas yemas tomaran la tinta y pudiera imprimir sus huellas! ¡Qué eficiente y  poco protocolario el otro muchacho que no invalidó el trámite por la falta de uno de los documentos y se tomó la molestia de subir y bajar media docena de veces aquellas escaleras para conseguir una prórroga! ¡Qué simpática la chica que nos vendió el café en su mesita llena de termos y vasitos de espumaplast para hacer más amena la espera!... ¡Y qué emocionante leer la cartelería informando que todo inmigrante tiene derecho a educación gratuita y asistencia médica, invitando a todos a exigir sus derechos laborales, a tener una vida digna! ¡Y esa sencilla pero impactante muestra fotográfica de la labor de impositiva para regular tantas situaciones de empleo irregular muy cercanas a  la esclavitud!  El esfuerzo está hecho para que a uno no le tome más de dos horas el trámite, todos atienden eficientemente y  con una sonrisa que ni empleados públicos me parecieron.

Si aquellas oficinas eran un mundo de gente, las calles alrededor también. A leguas se notaba la franca mayoría de bolivianos, de peruanos, de paraguayos, seguidos de orientales. Ni bien llegamos mi amiga se percató de que no había traído las fotos requeridas, pero tomar el auto de nuevo y salir en busca de una tienda implicaba perder el turno. Y ese custodio amable intervino en la puerta del edificio: que las fotos eran indispensables, que cruzáramos nomás la calle y que ahí encontraríamos donde resolverlo, que no nos preocupemos por nuestro lugar en la fila, que no era necesario que señora de tan avanzada edad se tomara la molestia. Virginia, tomada del brazo amoroso de su hija, esquivó todos los accidentes de la vereda rota y cruzamos aquella anchísima avenida que nos llevaba a un pasaje peatonal muy venido a menos. Ella iba como ausente, con paso  lento pero digno, como recordándole al viento la dama que fue y es. Sus tantos años de vida ya la habían acercado a muchas otras oficinas de muchos otros países para hacer el mismo trámite pero no sé si le habría tocado la mágica experiencia de pararse un día frío, con la lluvia a punto del quiebre, en plena calle, contra un muro grafiteado,  y tomarse su foto carné. Ni bien entramos al callejón, el espíritu de una ciudad grande y diversa se me coló por la nariz, por mis ojos, por mis oídos, por mi piel. Aquí y allá se entrecruzaban los gritos de todos esos buscavidas, en su mayoría mujeres: “chipá, chipá! Tengo sopa paraguaya, humitas, empanadas!”, “Pásele, pásele! Coma acá su arrocito con pollo!” “fotos ,fotos, fotos! Tómese acá su foto de calidá!” Los acentos, los colores de piel, las sonrisas enredadas, los pasos apresurados, las pausas merecidas, los antojos cumplidos, las nostalgias preparadas en la calle. Lo mejor de todo es que había salido sin desayunar de casa. Mientras Virginia se tomaba la foto, husmeé alrededor y compré dos chipás mas una humita de choclo bien grandota para compartir a pellizcos con mi mamá y con quienes se animaran a probar  lo de que aquellas canastas salía.

Regresamos a las oficinas. Hermoso ver gente más negra que el negro, chinos, gitanos, indígenas, rubios. Pero los pies me hormigueaban por salir y ver un poco más. Salí, pero antes  me metí al museo… ¡cuarto piso por escalera! Escaleras de mármol, gastadas en sus bordes, hundidas y boleadas de tantos años de subideras y bajaderas. Aquellas fotos de hileras interminables de catres, de hombres, mujeres y niños con un saco sobre sus hombros como única pertenencia… y busqué las computadoras, con la esperanza de tal vez encontrar a mi bisabuelo. Pero, aunque yo entré como Pedro por su casa, el museo estaba cerrado, preparándose para la inauguración esa de una exposición sobre los años ochenta y no había sala de cómputo abierta.

Y volví al callejón, ahora con mi mamá, para conversar con los de las fotos. Su espíritu de lucha me había tocado y sentía que valía la pena decírselos. Él, colombiano de Bogotá, toma las fotos y grita su anuncio; ella, peruana de Chimbote, sostiene con sus brazos en alto la cortina blanca doblada en cuatro con la que logra el fondo profesional requerido, y también grita su anuncio: “Foto carné, foto carné! Saque aquí su foto carné!”. Sacan el chip, lo introducen en una impresora portátil, si no sales linda te la vuelven a tomar, la recortan, ensobretan cobran… ¡gran solución para un montón! Nos colmamos de sonrisas, nos despedimos de beso y abrazo y regresamos a las oficinas de Migración.

De ahí a almorzar a Las Violetas y disfrutar del trato de esos meseros impecables, pulcros y amables, esos de oficio y tradición que me sirvieron mi trucha Patagónica. Luego de la comida, un cigarrito bajo la lluvia tenue, pero al cobijo del toldo del restaurante y dejarme sorprender con uno que otro alegre piropo de los conductores que por ahí pasaban.

Regresamos por la valija a Bella Vista y seguía lloviendo, pero insistimos en  evitarles la molestia de regresar a Buenos Aires. Así que nos dejaron en el tren San Martín para la fácil misión de llegar a Retiro, cruzar la calle, tomar un taxi y subirnos al barco. Y la odisea se vio venir cuando el tren comenzó a entrar a Retiro a las 6:00 y al fin abrió las puertas para que bajáramos a las 6:10. Un mar de gente nos inhabilitaba correr la interminable distancia que nos separaba de la calle. La lluvia era poca pero constante, so suyo no era lo duro sino lo tupido. La tarea de esquivar gente, charcos y pisos rotos hacía demasiado complicado pensar en abrir, además, el paraguas. Mi mamá, desbocada, se hacía paso delante de mí. Yo no la perdía de vista y trataba de que la valija no fungiera como ancla en mi avanzar. Al fin afuera en la calle, realizamos que había tanta gente como adentro, obvio: hora pico, ya sin luz y lloviendo. ¡Qué calles anchas que tiene Buenos Aires, che! Sólo sabíamos que debíamos cruzar la avenida y de aquel lado tomar un taxi hacia la terminal de Buquebus… ¿taxi? ¿Qué taxi? ¡Dónde se metieron los tacheros el día de hoy y con nuestro barco que zarpa en veinte minutos! Yo en una esquina, mi mamá en la otra,  preguntamos, corremos, saltamos, nos mojamos, confundimos y nos confunden… unos indican que la terminal queda a la derecha, otros que para arriba, todos dicen que demasiado lejos como para llegar caminando, otros que corramos. Divisamos otra avenida y hacia allá nos dirigimos. Arrastro la valija sobre charcos, sobre lodo, sobre tierra y a veces, sin querer, sobre otros pies… ningún taxi, o tal vez alguno pero siempre ocupado. Corremos a una estación de servicio, voy hacia uno de los empleados, no saben dónde llamar o cómo parar un taxi… que esperemos a ver si entra uno a cargar nafta, que a ver si está vacío, que a ver si nos quiere llevar. Mi mamá me alcanza, sólo pasaron dos por la avenida  y llevaban pasajeros. Ella escanea la pista, se detiene en un joven de traje con pinta de yupi de la bolsa de valores que se encuentra abriendo su tanque y hacia allá se dirige. Le explica, le suplica, le exige y le ofrece ayudar con cien pesos para la gasolina. El yupi es humano, argentino y buena onda. Acepta la plata, nos subimos y nos lleva a la terminal.

Y llegamos triunfales, mojadas y llenas de risa cinco minutos antes de que cerraran la admisión. La chica del mostrador, una muy eficiente rubia de pomo, tranquilizó nuestras prisas y nos deseó buen retorno. El señor de migración, serio conmigo y risueño con su compañera, juntaba las cejas preguntándome si me habían registrado al entrar, y tras algunos artilugios que me hicieron sentir algo incómoda, pidió me pare ante la cámara y presione mi pulgar contra el scanner. Sin alzar la vista me deseó buen viaje y pasó mis documentos hacia su izquierda, donde estaba sentada su compañera armada con termo y mate, poniendo en evidencia qué lado correspondía a qué país. Largué mi observación con desperpajo y el hielo se rompió de inmediato cuando los dos lanzaron la carcajada. El argentino  preguntó por el origen de mi apellido y al parecer la respuesta fue la acertada: se levantó con una enorme sonrisa y sacó efusivamente la mano por entre el pequeño espacio que permite la mampara de vidrio. Nos estrechamos las manos con un apretón, nos reconocemos hermanos libaneses y nos deseamos buena vida.

El mundo está lleno de gente que deja su barrio, no?

1 comentario:

Anónimo dijo...

cuando uno se va, extraña
cuando uno no está, se le extraña
cuando uno deja de ser uno,
también.

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