Me gusta vivir en Montevideo, pero si el tiempo pasa y no he ido a México, cruzar el charco y alimentar al bicho de gran ciudad que habita dentro de mí, consentir a esa cucaracha urbana, me resulta casi vital. Así fue que aproveché la visita que mi mamá y hacia allá nos fugamos por un par de días, así nomás, a visitar amigos.
El martes, segunda y última jornada de mi brevísimo viaje,
viví Buenos Aires desde un lugar que me dejó ver algunos rasgos profundos de la
identidad porteña. Acompañé a mi amiga Liane a la Dirección Nacional de
Migraciones para tramitar el DNI de su largamente octogenaria madre. Aquel
imponente edificio es el mismo que recibió a los tantos y tantos barcos
cargados de las personas que hoy conforman la Argentina, el mismo edificio que
albergó el Hotel para inmigrantes y que hoy funciona como museo, el mismo lugar
en el que montones de extranjeros buscan hacer de Argentina su hogar y
confirmar que parte de la riqueza de este país es el crisol cultural que aquí
se da.
Tuve la dicha de romper con la premisa de que el porteño no
es amable: ¡Qué caballero el custodio que nos indicó los pasos a seguir del
trámite! ¡Qué disposición la de la funcionaria pública que le cedió su lugar de
trabajo a Virginia y luego, cariñosamente, dedo por dedo, la encremó para que
sus ya gastadas yemas tomaran la tinta y pudiera imprimir sus huellas! ¡Qué
eficiente y poco protocolario el otro
muchacho que no invalidó el trámite por la falta de uno de los documentos y se
tomó la molestia de subir y bajar media docena de veces aquellas escaleras para
conseguir una prórroga! ¡Qué simpática la chica que nos vendió el café en su
mesita llena de termos y vasitos de espumaplast para hacer más amena la
espera!... ¡Y qué emocionante leer la cartelería informando que todo inmigrante
tiene derecho a educación gratuita y asistencia médica, invitando a todos a
exigir sus derechos laborales, a tener una vida digna! ¡Y esa sencilla pero
impactante muestra fotográfica de la labor de impositiva para regular tantas
situaciones de empleo irregular muy cercanas a
la esclavitud! El esfuerzo está
hecho para que a uno no le tome más de dos horas el trámite, todos atienden
eficientemente y con una sonrisa que ni
empleados públicos me parecieron.
Si aquellas oficinas eran un mundo de gente, las calles
alrededor también. A leguas se notaba la franca mayoría de bolivianos, de
peruanos, de paraguayos, seguidos de orientales. Ni bien llegamos mi amiga se
percató de que no había traído las fotos requeridas, pero tomar el auto de
nuevo y salir en busca de una tienda implicaba perder el turno. Y ese custodio
amable intervino en la puerta del edificio: que las fotos eran indispensables,
que cruzáramos nomás la calle y que ahí encontraríamos donde resolverlo, que no
nos preocupemos por nuestro lugar en la fila, que no era necesario que señora
de tan avanzada edad se tomara la molestia. Virginia, tomada del brazo amoroso
de su hija, esquivó todos los accidentes de la vereda rota y cruzamos aquella
anchísima avenida que nos llevaba a un pasaje peatonal muy venido a menos. Ella
iba como ausente, con paso lento pero
digno, como recordándole al viento la dama que fue y es. Sus tantos años de
vida ya la habían acercado a muchas otras oficinas de muchos otros países para
hacer el mismo trámite pero no sé si le habría tocado la mágica experiencia de
pararse un día frío, con la lluvia a punto del quiebre, en plena calle, contra
un muro grafiteado, y tomarse su foto
carné. Ni bien entramos al callejón, el espíritu de una ciudad grande y diversa
se me coló por la nariz, por mis ojos, por mis oídos, por mi piel. Aquí y allá
se entrecruzaban los gritos de todos esos buscavidas, en su mayoría mujeres:
“chipá, chipá! Tengo sopa paraguaya, humitas, empanadas!”, “Pásele, pásele!
Coma acá su arrocito con pollo!” “fotos ,fotos, fotos! Tómese acá su foto de
calidá!” Los acentos, los colores de piel, las sonrisas enredadas, los pasos
apresurados, las pausas merecidas, los antojos cumplidos, las nostalgias
preparadas en la calle. Lo mejor de todo es que había salido sin desayunar de
casa. Mientras Virginia se tomaba la foto, husmeé alrededor y compré dos chipás
mas una humita de choclo bien grandota para compartir a pellizcos con mi mamá y
con quienes se animaran a probar lo de
que aquellas canastas salía.
Regresamos a las oficinas. Hermoso ver gente más negra que
el negro, chinos, gitanos, indígenas, rubios. Pero los pies me hormigueaban por
salir y ver un poco más. Salí, pero antes
me metí al museo… ¡cuarto piso por escalera! Escaleras de mármol,
gastadas en sus bordes, hundidas y boleadas de tantos años de subideras y
bajaderas. Aquellas fotos de hileras interminables de catres, de hombres,
mujeres y niños con un saco sobre sus hombros como única pertenencia… y busqué
las computadoras, con la esperanza de tal vez encontrar a mi bisabuelo. Pero,
aunque yo entré como Pedro por su casa, el museo estaba cerrado, preparándose
para la inauguración esa de una exposición sobre los años ochenta y no había
sala de cómputo abierta.
Y volví al callejón, ahora con mi mamá, para conversar con
los de las fotos. Su espíritu de lucha me había tocado y sentía que valía la
pena decírselos. Él, colombiano de Bogotá, toma las fotos y grita su anuncio;
ella, peruana de Chimbote, sostiene con sus brazos en alto la cortina blanca
doblada en cuatro con la que logra el fondo profesional requerido, y también
grita su anuncio: “Foto carné, foto carné! Saque aquí su foto carné!”. Sacan el
chip, lo introducen en una impresora portátil, si no sales linda te la vuelven
a tomar, la recortan, ensobretan cobran… ¡gran solución para un montón! Nos
colmamos de sonrisas, nos despedimos de beso y abrazo y regresamos a las
oficinas de Migración.
De ahí a almorzar a Las Violetas y disfrutar del trato de
esos meseros impecables, pulcros y amables, esos de oficio y tradición que me
sirvieron mi trucha Patagónica. Luego de la comida, un cigarrito bajo la lluvia
tenue, pero al cobijo del toldo del restaurante y dejarme sorprender con uno
que otro alegre piropo de los conductores que por ahí pasaban.
Regresamos por la valija a Bella Vista y seguía lloviendo, pero
insistimos en evitarles la molestia de
regresar a Buenos Aires. Así que nos dejaron en el tren San Martín para la
fácil misión de llegar a Retiro, cruzar la calle, tomar un taxi y subirnos al
barco. Y la odisea se vio venir cuando el tren comenzó a entrar a Retiro a las
6:00 y al fin abrió las puertas para que bajáramos a las 6:10. Un mar de gente
nos inhabilitaba correr la interminable distancia que nos separaba de la calle.
La lluvia era poca pero constante, so suyo no era lo duro sino lo tupido. La
tarea de esquivar gente, charcos y pisos rotos hacía demasiado complicado
pensar en abrir, además, el paraguas. Mi mamá, desbocada, se hacía paso delante
de mí. Yo no la perdía de vista y trataba de que la valija no fungiera como
ancla en mi avanzar. Al fin afuera en la calle, realizamos que había tanta
gente como adentro, obvio: hora pico, ya sin luz y lloviendo. ¡Qué calles
anchas que tiene Buenos Aires, che! Sólo sabíamos que debíamos cruzar la
avenida y de aquel lado tomar un taxi hacia la terminal de Buquebus… ¿taxi?
¿Qué taxi? ¡Dónde se metieron los tacheros el día de hoy y con nuestro barco
que zarpa en veinte minutos! Yo en una esquina, mi mamá en la otra, preguntamos, corremos, saltamos, nos mojamos,
confundimos y nos confunden… unos indican que la terminal queda a la derecha,
otros que para arriba, todos dicen que demasiado lejos como para llegar
caminando, otros que corramos. Divisamos otra avenida y hacia allá nos dirigimos.
Arrastro la valija sobre charcos, sobre lodo, sobre tierra y a veces, sin
querer, sobre otros pies… ningún taxi, o tal vez alguno pero siempre ocupado.
Corremos a una estación de servicio, voy hacia uno de los empleados, no saben
dónde llamar o cómo parar un taxi… que esperemos a ver si entra uno a cargar
nafta, que a ver si está vacío, que a ver si nos quiere llevar. Mi mamá me
alcanza, sólo pasaron dos por la avenida
y llevaban pasajeros. Ella escanea la pista, se detiene en un joven de
traje con pinta de yupi de la bolsa de valores que se encuentra abriendo su
tanque y hacia allá se dirige. Le explica, le suplica, le exige y le ofrece
ayudar con cien pesos para la gasolina. El yupi es humano, argentino y buena
onda. Acepta la plata, nos subimos y nos lleva a la terminal.
Y llegamos triunfales, mojadas y llenas de risa cinco
minutos antes de que cerraran la admisión. La chica del mostrador, una muy
eficiente rubia de pomo, tranquilizó nuestras prisas y nos deseó buen retorno.
El señor de migración, serio conmigo y risueño con su compañera, juntaba las
cejas preguntándome si me habían registrado al entrar, y tras algunos
artilugios que me hicieron sentir algo incómoda, pidió me pare ante la cámara y
presione mi pulgar contra el scanner. Sin alzar la vista me deseó buen viaje y
pasó mis documentos hacia su izquierda, donde estaba sentada su compañera
armada con termo y mate, poniendo en evidencia qué lado correspondía a qué
país. Largué mi observación con desperpajo y el hielo se rompió de inmediato
cuando los dos lanzaron la carcajada. El argentino preguntó por el origen de mi apellido y al
parecer la respuesta fue la acertada: se levantó con una enorme sonrisa y sacó
efusivamente la mano por entre el pequeño espacio que permite la mampara de
vidrio. Nos estrechamos las manos con un apretón, nos reconocemos hermanos
libaneses y nos deseamos buena vida.
El mundo está lleno de gente que deja su barrio, no?
1 comentario:
cuando uno se va, extraña
cuando uno no está, se le extraña
cuando uno deja de ser uno,
también.
k
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