martes, 14 de julio de 2009

¿A quién le dan pan que llore?


Me paseo sin prisa por el gran salón, confundiendo las pinzas de aluminio con alegres castañuelas. En la otra mano sostengo la gran charola vacía que las pinzas llenarán dentro de muy poco. La panadería es aquella a la que iba cuando niña los domingos: el mismo enorme e iluminado salón con los bolillos, las teleras y los virotes rebalsando cajones de madera en el centro, y la interminable fiesta de pan dulce sobre anaqueles de cinco pisos flanqueando las paredes. Hay poca gente. Puedo buscar tranquila el pan de mis antojos: una magdalena en papelito rojo coronada con chochitos de colores, garibaldis se llaman. Las pinzas van por delante mío sonando suavecito, como preguntándole a las hojaldradas orejas, a los cuernos, a las pellizcadas, a los agrietados polvorones y a las regordetas conchas de los estantes dónde pudieron haberse metido los escurridizos garibaldis. Entre tanta variedad, sigo sin verlos. Las pinzas se enamoran de un azucarado moño, una estirada corbata, un relajado campechano, una chorriada y una chilindrina. A la charola redonda de aluminio, abollada y opaca de tantos años de servicio, parece alegrarle ya no verse tan vacía y lleva los panes cual su mejor vestido.

Se abre una puerta vaivén de dos hojas y hace su aparición un carrito alto que lleva varios pisos de más pan recién horneado: más trenzas, más marranitos y más picones salen de los hornos para nutrir la fiesta. El maestro panadero viste de blanco pantalón, blanca camisa remangada, largo mandil blanco y blanco gorro en forma de barquito blanco. Todo su ser emana y evoca harina, huele a levadura. Verlo es robarse un pedacito de los secretos que acontecen en las mesadas junto a los hornos del otro lado de la puerta. Por lo menos ahora sé quién pudo haber amasado. Su edificio rodante parece no traer mi pan pero sí está lleno de donas, y entre ellas las hay con grageas de colores (chochitos para los amigos). Las pinzas se apoderan al pasar de un ladrillo, un volcán, un ojo de buey y diez antojos más que sus nombres sabrá el panadero pero no yo. Luego una dona de estas, otra de aquellas y, por supuesto, la de chochitos que acomodo arriba de todo.


Las pinzas aplauden: la charola no puede estar más contenta y yo tampoco. Ya no importan los garibaldis, otro día será.




2 comentarios:

tartamudo dijo...

¡¡Que Perspectiva!!

Suyfabi dijo...

¡Qué placer tener tus letras otra vez! Los aromas, los colores, los sonidos... todo se vive con detalle mientras se te lee.
¡Un placer!
Abrazo grandote y ojalá pronto salga algún otro Mexicanazo.